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En el camino

Kerouac transmite en sus viajes una vibración que me toca profundamente. Ese ansia por vivir la carretera como sinónimo de vida, de expectativa y de sorpresa, de camino que sabes donde empieza y cómo huele pero desconoces su desarrollo, mas sabes que termina con la muerte, por eso nos adentramos en ella sin resistirnos, la transitamos sin miedo ya que el miedo nos impediría el disfrute de ese don que sólo por una vez nos ha sido concedido. Sus personajes bailan Bop hasta el éxtasis como mi generación bailó música electrónica en festivales o locales under. Arden en deseos de entrar en contacto con otros personajes y llevan hasta el límite la colisión de todos los planetas en aras de una experiencia profunda de la realidad que nos rodea.

Me desperté cuando el sol se ponía rojo; y aquél fue un momento inequívoco de mi vida, el más extraño momento de todos, en el que no sabía ni quién era yo mismo: estaba lejos de casa, obsesionado, cansado por el viaje, en la habitación de un hotel barato que nunca había visto antes, oyendo los siseos del vapor afuera, y el crujir de la vieja madera del hotel, y pisadas en el piso de arriba, y todos los ruidos tristes posibles, y miraba hacia el techo lleno de grietas y auténticamente no supe quién era yo durante unos quince extraños segundos. No estaba asustado; simplemente era otra persona, un extraño, y mi vida entera era una vida fantasmal, la vida de un fantasma. Estaba a medio camino atravesando América, en la línea divisoria entre el Este de mi juventud y el Oeste de mi futuro, y quizá por eso sucedía aquello allí y entonces, aquel extraño atardecer rojo.

Pero no es esta la faceta del viaje de la que quería hablar, tan encadenada a la idea de vida con sus misteriosos atardeceres rojos. Hay otra atracción irresistible en los viajes de confirmar que la vida nos rodea allá a donde vayamos; que los seres que habitamos este planeta no somos tan diferentes como nos pretenden; que las culturas que nos enraízan son diferentes árboles pero todos del mismo género vegetal, nacen del mismo lugar y ansían tocar los mismos cielos. Es por eso que cuando viajas, buscas alcanzar las mismas metas a través de los diferentes caminos que las culturas proponen.

En nuestros viajes apenas pisamos catedrales, monumentos o museos. Las citas obligadas son los mercados, los bares que hay en ellos, las cartas de los restaurants populares más interesantes y una ingente cantidad de tiempo dedicada a seleccionar cuál de ellos degustar cuando la economía no alcanza para todos. Es por ello que no nos importa reducir el resto de comodidades durante el viaje para hacerle un hueco a la gastronomía, a través de cuya ventana podemos entender mejor la cultura de ese lugar. Para qué nos vamos a engañar; disfrutamos más de aquellas artes cuyas técnicas conozcemos que aquellas a las que nunca dedicamos nuestro tiempo. Es un ansia, en cierto modo frustrada, la exaltación de los sentidos que provoca mirar la “Manifestación” de Antonio Berni al lado de degustar una carne a la masa y el resultado de cocinarla durante más de 5 horas.

Recuerdo los 5 días que pasamos en Portugal donde probamos 5 diferentes formas de comer bacalao. O los ravioli di zuca cocinados con tan sólo manteca y salvia que disfrutamos en Bolonia. Los sandwiches de pan casero con chorizo ibérico y queso de la serena que nos comimos sentados en la muralla de un castillo tras dejar extremadura. Y no puedo olvidar mi primer locro cuyos aromas me transportaban a los fésols amb cancela de mi padre. Y es que hay muchas formas de viajar, pero la que nosotros practicamos no queda reflejada, como de costumbre, en ninguna de las fotos.