Realidad (parte I)

Si no fuera por la la música, por el incesante canto de los pájaros, por las huellas de los jabalíes en el barro o los blancos tapices del granizo sobre el sotomonte, nada en esta vida tendría sentido. Nada de lo que esta sociedad humana genera tiene sentido más allá de la aberrante inconsciencia en la que estamos sumidas. Aquí, alejadas de la realidad, el sentido no es preciso. Flotar se hace preciso, nadar en este mar de tiempo sin relojes, sin causas ni consecuencias. Fluir como las palabras del torrente del ser, de la vida, de Dios, para volverse hacia sí mismas, hacia la nada, hacia el vacío que todo lo llena.

Las consecuencias de la realidad las impone la realeza y nosotras como súbditas morimos por ello. Nos lanzamos a una guerra despiadada de todas contra todas, nos olvidamos del don divino de la vida, abandonamos a nuestras seres queridas bajo el pretexto de defender a la sociedad, una idea plantada en las mentes de las niñas que nos arrebataron, un chip que nos condiciona a la sumisión, un sucedáneo de vida, de viaje y de conocimiento que satisface nuestras pulsiones básicas para poder seguir subsistiendo y moviendo los engranajes que alimentan el ego de la realeza para hacer realidad todas sus demandas desatadas propias de una forma de vida agonizante, el ocaso de nuestra especie.

Y para que todo ello funcione, hemos de enterrar a la muerte de nuestras vidas, separarla de su otra cara: la vida, sin la cual no podría existir como no existe la sombra sin luz; alejarnos del sentido último de todo Ser que es la fugacidad. La máquina de producir realidad para la realeza se pararía en el momento de que nos diésemos cuenta de que la vida, no sólo tiene un fin, sino que tiene fin. En ese momento seríamos capaces de dar el salto que todas en algún momento estuvimos tentadas de dar. Pero de repente el espectáculo del poder extiende toda su artillería de medios para mostrarnos que la muerte no existe, que debemos de seguir el camino para el que fuimos programadas sin desviarnos y que la realeza ya se encarga de posicionar en el campo de batalla o en nuestras casas a su ejército para salvaguardarnos de la muerte segura con la que el “enemigo” invisible siempre acecha, con el que ese enemigo de la realidad, que es la vida misma, nos seduce para contagiarnos de la alegría de estar vivas en este finito tiempo en el que somos.

Mientras tanto, siempre nos quedan las notas, las semillas, las hojas que bailan y se retuercen de placer con el viento, el árbol caído que nos calienta, las piedras y la tierra que nos cobijan, las nubes que entran por la puerta de casa, el tomillo que nos cura o los tobillos que nos desplazan en el espacio y en el tiempo de este ser continuo, de este infinito dentro de la nada al que pertenecemos, de ese milagro que son los rayos de sol asomando por la montaña de en frente todas las mañanas del ser.

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